Escrito por By Carlos Hernandez
Los 100 metros planos son una  experiencia destinada a concentrarse en un suspiro que dura menos de  diez segundos. En un instante, los corredores  necesitan saciar su  hambre y sed esenciales. Escapar del aprisionamiento que implica estar  todos los días bajo sistemáticos tratamientos y entrenamientos. Un  momento en el que sólo existe el presente como algo absoluto,  categórico. La sobrevivencia en el triunfo sin meditar o pensar.
En  principio, cada corredor tiene su propio umbral. El atletismo no es un  deporte de buenos momentos, de suerte o partidos épicos. Todos los  corredores están inicialmente en el mismo sitio, bajo las mismas  circunstancias. Los límites no los introduce aquél que se sitúa enfrente  sino uno mismo. La única regla es llegar primero. ¿Una segunda  oportunidad? Ahí radica el engaño del hectómetro. Nunca habrá más que  una. La diferencia con otros deportes es que las leyendas tienen un  itinerario previsto, un destino.
Nos hemos acostumbrado a hablar siempre  sobre los campeones y sus historias de éxito. Es por eso que hablar de  Tyson Gay es aburrido hasta cierto punto. Su presentación es la de un  tipo dedicado que en un universo paralelo sería campeón indiscutible de  los cien metros planos pero que en la realidad es el eterno segundón.  Con él, el destino manifiesto se ha roto en el atletismo norteamericano.  La naturaleza le da un escarmiento a la ciencia y a la tecnología  cuando estas dos han intentado suplantarla.
Tyson Gay desciende de los fanáticos y  apasionados ganadores norteamericanos que, para convencer al mundo de  sus triunfos, han creado toda un misticismo alrededor de sus corredores.  Jesse Burke ganó la primera competencia moderna en la especialidad para  la bandera de las barras y las estrellas. Jesse Owens le demostró a  Hitler el inicio de una nueva era bajo el dominio de los afroamericanos.  Para ellos, el éxito a lo largo de las generaciones se traduce en  selección natural. Sin embargo, con el éxito vino su defecto. Tyson Gay  tiene marcado en sus genes el triunfalismo norteamericano. El récord del  mundo y el triunfo sobre Bolt son ahora una obsesión imposible de  alcanzar.
Bolt  es su antítesis. Un tipo que prefiere mejorar su técnica en la pista de  baile que en la de tartán. Situados en la era de la televisión, el  gesto de triunfo efectuado por Bolt en la final de Beijing acabó por  traspasar un umbral cargado de significado. Así como una buena toma del  político del momento dice más que todos los informes sobre desarrollo  social; la señal de indomabilidad representa el fin de una era de  dominio para los americanos. Perdió milésimas de segundo, tal vez  centésimas y la pregunta queda en el aire, ¿qué hubiera sido del récord  mundial de no haber descendido su velocidad?
Se dice que de las guerras sólo hablan  los que pierden. Gay y Bolt no son amigos y es el norteamericano que en  su frustración ha sido el primero en disparar con la boca. Para él, el  fenómeno es simplemente un tipo alto, una zancada larga, poco más. Usain  prefiere resumir la realidad declarando que Gay lo odia porque cada vez  que lo intenta, Usain corre más rápido que él, “por eso no lo puede ni  ver”.
Puede ser que en un futuro la historia  no recuerde a Tyson Gay. Y si lo hace, tal vez lo haga como un tipo  callado y aburrido, obsesionado con el récord del mundo, empecinado en  derrotar a Usain Bolt. Para eso trabaja a diario. Para eso ha elegido  una vida de ermitaño. Vive para ese récord y para ese momento. Lo más  probable es que nunca llegue. Ni la más alta tecnología, ni pertenecer a  la mayor potencia mundial, le permitirá estar arriba del podio  escuchando su himno nacional.
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