Foto 0210. Domingo, 22 de junio de 2014
20. Ambos regentaban un negocio de
venta al por mayor en le calle Bourg-l’Abbé, esa manzana de uno de los más
antiguos barrios de París especializados en género de punto. La mayoría de las
tiendas de deportes se abastecían en el comercio de mis padres de camisetas,
trajes de baño y ropa interior. Yo me acomodaba ante la caja, junto a mi madre,
para recibir a los clientes. A veces ayudaba a mi padre y correteaba tras él por
alguna de las habitaciones que servían de almacén para verlo levantar sin
esfuerzo pilas de cajas de cartón adornadas con fotos de deportistas: gimnastas
en las anillas, nadadores, lanzadores de jabalina, que veía amontonarse en los
anaqueles. Los hombres llevaban el pelo corto y levemente ondulado, como mi
padre, las mujeres lucían la oscura melena de mi madre, sujeta con una cinta.
19. Barra fija, tabla de musculación, espalderas, mi padre se
entrenaba cada día en una habitación del piso transformada en gimnasio. Mi
madre, si bien no le dedicaba tanto tiempo, practicaba ejercicios de
calentamiento y estaba pendiente del menor síntoma de flojedad para atajarlo de
inmediato.
18. Consultas de médicos, dispensarios, hospitales. Olor a
desinfectante que apenas disipaba el agrio sudor de angustia, atmósfera
deletérea a la que yo añadía mi óbolo, tosiendo bajo el estetoscopio,
ofreciendo mi brazo a la jeringuilla. Cada semana mi madre me acompañaba a
alguno de aquello lugares ya familiares, me ayudaba a desnudarme para exponer
mis síntomas a un especialista que acto seguido se retiraba con ella para
hablar entre cuchicheos. Yo, resignado, sentado en la camilla, aguardaba el veredicto,
posible intervención, largo tratamiento, vitaminas e inhalaciones en el mejor
de los casos. Años cuidando esa quebrantada anatomía. Entretanto, mi hermano
exhibía insolentemente sus hombros atléticos, su piel curtida bajo el vello
rubio.
17. Yo era el fruto de ese encuentro, y, con mórbido goce, me
plantaba ante el espejo para inventariar mis imperfecciones: rodillas salientes,
pelvis apuntando bajo la piel, brazos de arácnido. Y me atormentaba aquel
agujero bajo el plexo en el que hubiera cabido un puño, un agujero que socavaba
mi pecho como la huella indeleble de un golpe.
16. Mis
padres, mis amados padres, cada uno de cuyos músculos había sido pulido, como
los de esas estatuas que me turbaban en las galerías del Louvre. Mi madre
practicaba el salto del ángel y la gimnasia deportiva; mi padre, la lucha y los
aparatos; ambos, el tenis y el voleibol: dos cuerpos llamados a encontrarse, a
casarse, a reproducirse.
15. Mi hermano ostentaba el orgullo de los rebeldes que salvaban
los obstáculos, de los héroes del patio de recreo pendientes del vuelo de una
pelota, de los conquistadores que escalaban las verjas. Yo los admiraba,
incapaz de rivalizar con ellos, esperando el timbre liberador para volver por
fin a mis cuadernos. Había elegido para mí un hermano triunfador. Él,
insuperable, triunfaba en todas las disciplinas mientras yo paseaba mi
fragilidad bajo la mirada de mi padre, ignorando el destello de decepción que
cruzaba por sus ojos.
14. Durante mucho tiempo mi hermano me ayudó a superar mis
miedos. Una presión de su mano en mi brazo o sus manos alborotándome el pelo me
infundían fuerzas para superar las barreras. En los bancos de la escuela el
contacto de su hombro contra el mío me reconfortaba y, con frecuencia, cuando
me preguntaban, el murmullo de su voz en mi oído me soplaba la respuesta
correcta.
13. Una
<m> por una <n>, una <g> por una <t>, dos ínfimas
modificaciones para convertir Grinberg en Grimbert. Pero <amo> había
sustituido a <odio>, y, desposeído del <tengo>, me veía obligado a
obedecer al imperativo <calla>. Tropezaba sin cesar con el doloroso muro
con el que se habían rodeado mis padres, pero los quería demasiado como para
intentar traspasar los límites, para abrir los labios de aquella llaga. Estaba
decidido a no saber nada.
12. Pese a tales precauciones, la verdad afloraba prendida a una
serie de detalles: unas hojas de pan ácimo remojadas en huevo batido y doradas
en la sartén, un samovar Modern Style sobre la chimenea del salón, un
candelabro guardado en el aparador, bajo los estantes de la vajilla. Y siempre
aquellas preguntas: regularmente me interrogaban sobre los orígenes del
apellido Grimbert, escudriñaban su ortografía exacta, exhumaban la <n>,
que había sido sustituida por una <m>; destapaban la <g>, que una
<t> debía relegar al olvido; cosas que yo refería en casa y que mi padre
desechaba de inmediato con un ademán. Siempre nos habíamos llamado así,
insistía, era una evidencia que no encerraba la menor contradicción: había
rastros de nuestros patronímicos en la Eda Media. ¿Acaso Grimbert no era un
personaje de Roman de Renart?
11. Así la labor de destrucción emprendida por los verdugos unos
años antes de mi nacimiento proseguía, soterrada, vertiendo sus carretadas de
secretos, de silencios, cultivando la vergüenza, mutilando los patronímicos,
generando la mentira. Aun vencido, el enemigo seguía triunfando.
10. La marca indeleble impresa en mi sexo era apenas el recuerdo
de una intervención quirúrgica imprescindible. No tenía nada que ver con ritual
alguno, había sido una simple decisión médica, una entre tantas otras. Nuestro
apellido ostentaba asimismo su cicatriz: dos letras cambiadas oficialmente a
petición de mi padre, ortografía diferente que le permitía que sus raíces
arraigaran profundamente en el suelo de Francia.
9. Me bautizaron tan tarde que yo conservaba intacto el
recuerdo: los ademanes del oficiante, la húmeda cruz estampada en mi frente, mi
salida de la iglesia, apretado contra el sacerdote, bajo el ala bordada de su
estola. Una muralla entre la ira del cielo y yo. Si por desdicha la tormenta
volvía a desencadenarse, mi inscripción en los registros de la sacristía me
protegería. Yo no tenía conciencia de ello y me prestaba al juego, obediente,
silencioso, tratando de creer, con cuantos me festejaban, que se estaba
reparando una simple negligencia.
8. Según ellos yo ostentaba desde siempre ese distinguido
apellido de nuestra familia. Mis orígenes no me condenaban ya a una muerte
segura, no era ya esa débil rama en la cima de un árbol genealógico que había
que desmochar.
7. Pese a lo mucho que me atormentaba mi delgadez y mi palidez
enfermiza, quería creer que era el orgullo de mi padre. Mi madre me adoraba, yo
era el único que había habitado aquel vientre musculado por el ejercicio, el
único que había surgido de sus muslos de deportista. El primero y el único.
Antes que yo no había nadie: sólo una noche, un baño de sombra, un puñado de
fotografías en blanco y negro celebrando el encuentro de dos cuerpos gloriosos,
avezados a las disciplinas del atletismo, que iban a unir sus destino para
engendrarme, amarme y mentirme.
6. Desde ese día caminé a la sombra de mi hermano, floté en su
huella como en un traje demasiado holgado. Me acompañaba a la plazoleta, a la
escuela, hablaba de él con cuantos me tropezaba. En casa incluso me había
inventado un juego que me permitía hacerle compartir nuestra existencia: pedía
que lo esperasen antes de sentarnos a la mesa, que le sirviesen antes que a mí,
que preparasen sus cosas antes que las mías cuando nos marchábamos de
vacaciones. Había creado un hermano tras el cual yo iba a eclipsarme, un
hermano que iba a abrumarme con todo su peso.
5. La noche siguiente, apretaba por primera vez mi mejilla
mojada contra el pecho de un hermano. El peluche acababa de entrar en mi vida,
y yo no pensaba abandonarlo.
4. Por fin un día dejé de estar solo. Me empeñé en acompañar a
mi madre al trastero, donde ella quería poner un poco de orden. Descubrí
aquella habitación desconocida situada bajo los tejados del edificio, su olor a
cerrado, sus muebles cojos, sus montañas de maletas con las cerraduras
oxidadas. Mi madre había levantado la tapa de un baúl, donde esperaba encontrar
unas revistas de modas que publicaba tiempos atrás sus figurines. Se llevó un
sobresalto al descubrir al perrito con ojos de baquelita que dormía allí,
tumbado sobre un montón de mantas. Tenía el peluche raído y el morro
polvoriento, y llevaba puesto un abrigo de punto. Yo lo cogí de inmediato y lo
estreché contra mi pecho, pero hube de renunciar a llevármelo a la habitación,
pues noté el malestar de mi madre, y lo dejé en su sitio.
3. Yo era el único objeto de amor, el tierno motivo de desvelos
de mis padres, y sin embargo dormía mal, agitado por pesadillas. Rompía a
llorar apenas apagaban la luz de mi cuarto, ignoraba a quien se dirigían las lágrimas
que atravesaban mi almohada y se perdían en la noche. Avergonzado sin saber la
causa, con frecuencia culpable sin motivo, retrasaba el momento de sumirme en
el sueño. Mi vida de niño era todos los días fuente de tristeza y temores que
alimentaba en mi soledad. Necesitaba a alguien con quien compartir aquellas
lágrimas.
2. Siempre sentía envidia cuando, estando de visita en casa de
un compañero, se abría la puerta y aparecía otro que se le parecía un poco. Un
chico con el pelo desgreñado y una sonrisa levemente guasona a quien me
presentaban con dos palabras: Mi hermano. Un enigma, eso era para mí aquel
intruso con el que había que compartirlo todo, incluido el amor. Un hermano de
verdad. Un ser parecido a uno mismo y en cuyo rostro uno descubría rasgos
comunes, como un mechón rebelde o un colmillo, un compañero de dormitorio de
quien uno conocía lo más íntimo, el humor, los gustos, las debilidades, los
olores. Una rareza para mí, que reinaba solo en el imperio formado por las
cuatro habitaciones del piso familiar.
1. Aun siendo hijo único, durante largo tiempo he tenido un
hermano. Cuando les contaba esta historia
a mis conocidos durante las vacaciones, o a mis amigos ocasionales,
debían fiarse de mi palabra. Tenía un hermano. Más guapo, más fuerte. Un
hermano mayor, triunfador, invisible.
Philippe Grimbert nació en París en 1948. Estudió psicología
en Nanterre, se especializó en psicoanálisis y ha publicado tres ensayos sobre
la materia, así como una primera novela. La petite robe de Paul (2001). Un
secreto, su segunda novela, en la que Grimbert revela una parte muy íntima de
su propia vida, ha obtenido en Francia un gran éxito de ventas y de crítica, y
ha merecido ya numerosos galardones, entre ellos el Grand Prix des Lectrices de
Elle y el prestigioso premio Goncourt des Lycéens 2004. Con una prosa desnuda.
Un secreto desvela poco a poco una verdad intolerable, inconfesable, que enlaza
los grandes crímenes del siglo XX con las pequeñas traiciones familiares, la
sombra de los campos de concentración con un amor culpable; en suma, lo que
puede esconder el silencio de una amable foto de familia.
Siempre, desde muy pequeño, el protagonista de Un secreto creyó que tenía un hermano. Su vida en París transcurre tranquila, tal vez demasiado silenciosa, junto a sus padres, Maxime y Tania –judíos que escaparon del destino que les estaba reservado–, muy enamorados y amantes de los deportes, tan atléticos que el niño se imagina que se conocieron en un estadio o al borde de una piscina. Y él, escuálido y enfermizo, se inventa un hermano fuerte y guapo con el que jugar y, sobre todo, pelearse. Su adolescencia en la Francia de posguerra no le permite sospechar ningún secreto, ninguna mentira. Y nunca habría sabido que, efectivamente, existió alguna vez un hermano de no ser porque, cierto día, a sus quince años, tras un altercado en el colegio con motivo de un reportaje sobre el Holocausto, Louise, una anciana enfermera vecina de la familia, le contó la verdadera historia de Maxime y Tania. Una historia dramática, que ocurrió durante la Ocupación, y tan dolorosa que hasta ese momento todos –sus padres, los abuelos, sus tíos y tías– se la habían ocultado...