miércoles, 27 de febrero de 2008

28. La plaza de mi pueblo era cuadrada

Mi abuela venía a encender la chimenea y para que prendiera el fuego echaba unas ramas cuyo olor, describía en torno a la chimenea un círculo mágico.

Los recuerdos de aquel aroma me trasladan a una época que, aunque muy lejana, permanece todavía muy viva en mis recuerdos. Volvía a sumergirme en una atmósfera antigua y fresca.

Aquellas mañanas las tenía idealizadas y me llenaban el espíritu de realidad permanente, idéntica a todas las mañanas semejantes. Tenía la sensación de que el tiempo no había pasado. Podía recordar con gran claridad momentos grabados muy profundamente en mi interior…

…La plaza de mi pueblo era cuadrada, con escaleras para entrar por los cuatro lados. Tenía una pared a todo alrededor. Su interior, estaba rodeado de asientos, donde todos nos sentábamos, lo mismo los mayores que los pequeños, para tomar “el fresco” cuando hacía buen tiempo.

Uno de los juegos que más nos gustaba era “el marro”. Todos los chicos se colocaban en cualquiera de los cuatro lados de la plaza, menos uno que se situaba en el centro. Teníamos que salir corriendo desde donde estábamos hacia cualquiera de las otras tres paredes; al que le tocaba salir, corría y decía: “marro andando”. El que estaba en el centro de la plaza corría detrás de él, intentando tocarle antes de que llegase a la otra pared, si lo conseguía decía: “marro parado”, entonces se tenía que parar y era a este al que le tocaba hacer de perseguidor, situándose en el centro de la plaza.

Otras veces, en la puerta de la Iglesia, jugábamos a un juego que llamábamos “gorrinico gruñe”.

El juego consistía en que dos chicos tenían que coger una chaqueta, que cada uno sujetaba por una manga. A los dos se les tapaban los ojos con un pañuelo y con la mano libre sujetaban una correa.

Empezaba el juego cuando uno le decía al otro “gorrinico gruñe”. El que gruñía se cambiaba de sitio y entonces el otro le intentaba dar un correazo. A continuación le tocaba gruñir al que había arreado badana y en esta ocasión era este el que cobraba. Cuenta mi padre, que se daban una buena tunda de correazos, volvían a sus casas calentitos, aunque siempre había que procurar dar y que no te dieran.

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2. La maleta de madera

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