viernes, 29 de agosto de 2008

191. La edad de la ignorancia, crónica escrita por Ignacio Castro Rey, para el elseptimo@egrupos.net.


La edad de la ignorancia

(Denys Arcand, 2008)
Metáfora política y existencial del totalitarismo que viene, Arcand sigue ahora las andanzas de un hombre en crisis que ya ha dejado de ser joven. Nos pasamos el día criticando a Irán, a Rusia, a China. ¿Cómo se cumple el oscurantismo entre nosotros, esa pesadilla de una historia de la que siempre debemos despertar, según Joyce? Esta es la pregunta que Arcand no abandona desde hace años. Con ella se zafa también de lo que nuestro catolicismo laico neutraliza con el título de "provocador". La regla global y la excepción consentida. Saben ustedes de qué hablo, ¿verdad? Hasta las 7 de la tarde, trabajar como un esclavo. A partir de ahí, cañas, cultura, televisión y efectos especiales. De noche podemos ir a dormir con la convicción de que el tedio de nuestra normalidad nos salva de los horrores externos. Arcand rompe este juego derramando su veneno en el centro. ¿Se le ve la tesis desde el comienzo? Claro, ataca lo que por obvio pasa desapercibido. Por eso tiene que cargar las tintas hasta el esquematismo. Tiene la honestidad, en cualquier caso, de no buscar el estatus de "excepción cultural" bajo nuestro sol medio. No es en absoluto un provocador, sino un humanista que querría cambiar la percepción de lo diario. Tal vez sólo querría que lo grande fuera usado como un juguete en manos de lo pequeño, una vida que dialoga cara a cara con la muerte.
El autor de Las invasiones bárbaras, a pesar de su veteranía, es alguien que ni política ni filosóficamente quiere bajar la guardia. Con una crítica despiadada del orden consumista, Arcand desmenuza el perfil microfísico de nuestra democracia real, la forma en que produce la cotidiana infelicidad de sus miembros. ¿Recuerdan aquel debate sobre el socialismo real? Basta de sueños, decían algunos que no siempre eran reaccionarios, ¿en qué ha derivado nuestros ideales de izquierda? En el totalitarismo de la Unión Soviética, contestaban. Pues bien, La edad de la ignorancia vuelve aquella honestidad crítica contra lo que para muchos es indiscutible, la religión de nuestro pluralismo, de nuestro sacrosanto individualismo conectado. El diagnóstico no puede ser más pesimista, retratando el Lager en que ha derivado el progresismo de la socialización total.
Como de nosotros ya no sabemos nada, gracias a esta inmunidad de lo obvio, Arcand se preocupa en detallar el fascismo del orden laboral, las conexiones telemáticas, la dieta equilibrada, el ecologismo, la piel estirada, el cambio climático, el feminismo y la depilación total. Querríamos dejar la contaminación, la violencia y las arrugas, para los atrasados de las afueras. Por el contrario, no lejos de Pasolini en este gesto moral, La edad de la ignorancia se empeña en localizar el humo en el centro parpadeante de nuestra pantalla azul. ¿Qué es lo que se quema en nuestro impoluto progresismo? El alma del hombre, víctima de un implacable holocausto normalizador.
¿Recuerdan Bowling for Columbine o la maravillosa Sicko? Si Michael Moore critica allí el coste humano y social del imperio estadounidense, el desamparo del que es víctima la gente "de a pie" en los EEUU, Arcand se dedica ahora a hacer lo mismo con el modelo canadiense-europeo, horizonte ideal del Moore reformista social y cultural. Aunque Arcand es más metafísico y europeo, tanto uno como otro hacen de dramaturgos de la negatividad que nuestro poder global genera. Utilizando muy bien el lema freudiano "No hay ganancia sin pérdida", los dos ven en nuestro avance mundial un temible accidente asociado. Político el uno, metafísico el otro, ambos autores sienten crepitar la carne de nuestro Dasein contemporáneo. Es posible que Arcand utilice a su favor la ventaja que le da el poder observar de cerca el despliegue de la cultura angloamericana, dueña del planeta, desde la cultura francófona, más atenta a un humanismo que todavía pinta algo en Canadá. En este sentido, Arcand se muestra más cerca del Haneke de Escondido o de Bergman que de Loach y Moore.
¿Quién es Jean-Marc, el protagonista de La edad de la ignorancia? Representa la patética existencia de un oficinista anodino, un padre fracasado que sueña, se masturba y fuma a escondidas, algo que estaba en estado latente en Melville pero que hoy difícilmente dibujaría un director estadounidense. Recordemos que hasta en Lester Burham, el protagonista de American Beauty, hay algo de héroe estadounidense, de reconfortante sobreactuación cinematográfica. Aquí no. La historia de este don nadie chupatintas transcurre en medio de una impotencia casi total. Casi, pues al menos él se atreve a estar solo, a dejar pesar la soledad, frente al aislamiento conectado que protege a los que le rodean. En el momento de máxima resolución, hacia el final de la cinta, Jean-Marc simplemente estrella su coche contra el energúmeno que le pide paso a bocinazos desde atrás. Significativamente, Jean-Marc trabaja con desgana en un puesto social que constituye el orgullo de nuestro Estado-mercado. Y aquello, con toda esa gente que se queja con razón de dramas absurdos, es el fin del mundo. En un momento de lucidez en ese trabajo, esboza así su normalidad: "Mi mujer y yo no hablamos ni tenemos ya ninguna relación. Mis hijas me ignoran y ni se enteraría si ahora me muero. Apenas me quedan amigos. Al final, después de dos horas de atasco en la carretera, vengo aquí a escuchar a gente que aún le va peor que a mí. Créame, no es muy agradable".
Fiel a Las invasiones bárbaras, hay en el último trabajo de Arcand una profunda reflexión sobre el amor paterno-filial y la fidelidad de los hijos a los padres. Deleuze decía con sorna que los europeos siempre nadan en torno a los padres. Bendito sea ese vicio, ahora que se ha decretado el exterminio de todo arraigo y ascendencia. Si en Burham la resurrección comenzaba por el enamoramiento de una adolescente, en Jean-Marc comienza por la angustia ante una madre que agoniza en una de esas Chekas que llamamos residencias para la tercera edad. Viendo esas escenas terribles de una vejez maniatada por las correas y el Alzheimer, nadie diría que los nazis han perdido la guerra. La película tal vez alcanza su cénit en la mirada espantada de una madre anciana que no comprende nada. Es difícil no ver ahí la metáfora de una vida asistida que, a las puertas de la muerte, se encuentra totalmente alienada. En el medio de la vida, como en Dante, la edad de la ignorancia. Ante tal escena, uno no sabe si reír de desolación o llorar. Señor, aparta de nosotros ese cáliz.
Cerca del final, Jean-Marc se da una última oportunidad y abandona trabajo, familia y coche, nuestra Santísima Trinidad, para irse en trasporte público a la antigua casa de su padre en la costa y volver a reiniciar la vida. Lee El libro del desasosiego de Pessoa, pasea, contempla y escucha el mar -casi tan inescrutable como la cara terminal de su madre-, tiene vecinos otra vez, sonríe levemente, ofrece su ayuda a los lugareños. Finalmente, unas manzanas rojas que entregan su brillante piel para preparar compota, son la pintura de una tenue esperanza que persiste mientras haya sangre en las venas. Basta la pequeña mutación que opera el humor, el sosiego o la lucidez, para que el mundo resulte transfigurado en milímetros y vuelva a ser humano. No se trata en absoluto de poner remedio a la amarga crítica de El declive del imperio americano o Las invasiones bárbaras, sino de prolongarla y anclarla en este presente tan correcto. No se trata de burlar ningún diagnóstico pesimista, sino de llevar el pesimismo hasta el final y hacer que se invierta desde dentro. Digamos que Arcand se propone curar dándole forma al dolor, convirtiendo su vértigo en lenguaje. ¿Debe sonarnos tan extraña esta idea?
Si en Las invasiones bárbaras Arcand se acercaba a una indagación filosófica sobre la amistad, la corrupción y la muerte, el retrato que ahora hace de la brutalidad de nuestra adolescencia, del estalinismo sonriente en que ha derivado un orden social obsesionado por la información y el control, de la ruina de la familia, de la infelicidad onanista de los hombres adultos, es inolvidable. A veces nos entra una risita nerviosa al ver cómo se muere a plazos en medio de nuestra felicidad de balneario. La catatonia de la madre, el autismo conectado de las hijas, el mutismo de la mujer, la perplejidad de Jean-Marc son distintos emblemas del divorcio individual de cualquier expresión a corazón abierto. La misma adolescente que le hace en casa una felación a su amiguito vecino, amenaza a su padre con denunciarlo o irse de casa. Nuestros votos de riqueza han derivado finalmente en esta miseria anímica, en esta infelicidad general. Hasta el suicidio parece excluido de un panorama donde el sujeto ha perdido cualquier referente y se limita a navegar su frustración.
Es posible que falte algo de la pasión estadounidense por la naturaleza y la capacidad redentora de las afueras, incluyendo ese coraje para luchar abiertamente, para gritar y destruir. Esa pasión norteamericana de exterioridad, esa fe en la independencia humana está más diluida aquí, en esta cultura de interiores a la europea. Todo es mucho más ácido, sin la belleza y la esperanza de una naturaleza exterior, sin el sentido del humor que latía en Lost in translation, por ejemplo. Arcand es más tétrico y europeo. Por eso mismo tal vez nos toca más de cerca.
Arcand desmenuza un retrato cruel de nuestra socialización digital, con frecuencia dirigido por una mujer-policía que vigila que los empleados no fumen, empleen un lenguaje correcto y cumplan con la asistencia a los programas de reciclaje. Los mismos tribunales "populares" de los años treinta, los reeditamos ahora en esas sesiones de control de cualquier empresa puntera. Sólo unos pocos, la lesbiana y el negro vividor de su oficina, acompañan a nuestro anti-héroe en su deriva anímica. La escena de los tres amigos fumando a escondidas y tirándose al suelo al pasar el cuerpo privado de vigilancia de la empresa pública -con perros, porras eléctricas y carrito- es digna de una sociedad policial y preocuparía a los fachas de antaño.
La alianza profunda de izquierda y derecha en el integrismo social de Occidente -que también criticaba Loach en Lady Bird- ha realizado este prodigio de un sistema que ya no tiene víctimas ni verdugos. La famosa paridad entre mujeres y hombres, jóvenes y viejos, negros y blancos, se cumple en Arcand como una auténtica pesadilla, segándole al sujeto de esta edad media cualquier relación con el latido de la vitalidad, del amor, del lenguaje. A diferencia de trabajos anteriores, en esta discriminación positiva de una violencia discreta, la de la conexión total, entrevemos una inversión de papeles entre mujer y hombre. Son ellos los que están ahora atentos a los detalles, atienden a los viejos y sufren las embestidas de la historia. Sólo al final la mirada tierna de su hija, a la que ya no puede besar, la sonrisa cómplice de su mujer, a la que tampoco puede tocar, dejan caer el hálito de una leve bendición en este mundo sin tregua.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 19 de mayo de 2008
(publicado en elseptimo@egrupos.net)
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84. La edad de la ignorancia. En sus sueños, Jean-Marc es un caballero con una brillante armadura, una estrella del escenario y de la pantalla.

3 comentarios:

  1. Anónimo5/23/2008

    la vida es un sueño, a veces, sólo a veces el sueño es la vida

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  2. Anónimo5/23/2008

    película muy recomendable.

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  3. Anónimo5/23/2008

    Con frecuencia, vivir en la fantasía nos ayuda a soportar mejor las dificultades del día a día.
    La peli me gusto.
    Saludos.

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