martes, 17 de junio de 2008

633. Identity is the very devil (La identidad es el verdadero diablo). Ludwig Wittgenstein.


=Cuestión de identidad

Rafael Lara-Martínez
cartas@elfaro.net

Interdisciplinas

Una de las áreas actuales en la cual se juega la exigencia por el diálogo entre disciplinas antagónicas se llama psicoanálisis. Para cualquier desentendido en la materia bastaría referir una lectura de Sigmund Freud (1856-1939). Me advierte una colega, “no vayas a ser tan barato de afirmar que ‘esas serpientes’ son símbolos fálicos”. A más de un siglo de práctica analítica, la percepción generalizada mantiene que más allá de su fundador poco avanza la investigación sobre el inconciente.

Para desmentir este error común, hojeo el libro La ética del silencio. Wittgenstein y Lacan (1999) de Françoise Fonteneau. Del título resalta una confrontación entre dos polos opuestos, pero complementarios. Por una parte, la investigadora habla del silencio. Se refiere a su hiato como condición necesaria del lenguaje hablado y de la ética. No hay sonido ni sentido, sin silencio. Por la otra, obliga a dos discursos separados a confrontar sus logros y sopesar descubrimientos teóricos distintos.

Representante de la filosofía analítica, el austriaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951) expresa la idea de un saber riguroso tendiente a la formalización lógica. “Lo que no se puede decir de manera clara [la identidad, “=”] hay que callarlo”. Delegado de la renovación psicoanalítica francesa, Jacques Lacan (1901-1981) encarnaría el conocimiento sobre lo oculto e inconciente. En su obra, el silencio aflora como suplemento del concepto de verdad, la cual siempre se dice a medias. La exigencia no podría ser más rigurosa. El conocimiento sobre lo irracional dialoga con la racionalidad matemática. Sus hallazgos sobre la coincidencia de los opuestos los confirma “Wittgenstein y Lacan leen Freud” (2006) de Sergio Benvenuto.

Para la conformación de un canon artístico y literario salvadoreño, la enseñanza significaría que no es posible discutir el legado de una figura representativa de los clásicos sin contrastarlo a una problemática filosófica contrapuesta. No se daría razón de la intuición poética sin interrogar —no sólo lo habitual, la política. Sería necesario también inquirir filosofías que se sitúen en las antípodas nocionales del autor en cuestión.

La exigencia requiere la unión de los opuestos complementarios. Sólo un diálogo entre antónimos discierne en toda su profundidad el sentimiento de una tradición cultural. Para este efecto, indago la manera en que Fonteneau contrasta filosofía analítica y psicoanálisis bajo el concepto único de identidad. Su simple notación anticipa un cisma; mientras la matemática escribe “=”, la literatura la deletrea, i-d-e-n-t-i-d-a-d.

Wittgenstein y =

Como reza el epígrafe incial, para Wittgenstein “=” plantea un problema insoluble, el problema fundamental de la lógica. Lo que sociólogos, políticos y literatos resuelven en un solo gesto simple —“esto somos”; “esto es lo nuestro”; “El Salvador (sv) es esto”— el filósofo analítico lo problematiza. Hay que interrogar la ecuación “sv = x”, literariamente, “El Salvador es x/esto”, la cual le atribuye una identidad, una propiedad necesaria, a la entidad bajo escrutinio.

“La identidad no afirma nada de los objetos”. No aclara “su significación”, ni tampoco su “existencia”. En oposición a la ley de Leibniz, Wittgenstein declara el absurdo que significa “a = a”, “El Salvador es El Salvador”. Se pregunta si dos cosas — “sv” y “x”— son iguales, poseen las mismas propiedades, serían talvez la misma cosa, por lo cual resulta innecesario expresar su identidad. O acaso, continúa la interrogación, resulta posible que existan dos cosas con propiedades idénticas, sin ser la misma cosa.

En ambos casos —“a = a”, identidad a sí; y “a = b”, identidad de dos cosas”— se profiere un absurdo. Tanto “sv = sv” como “sv = x” son inútiles —científicamente hablando— y nos remiten a una metafísica que la filosofía analítica anhela erradicar. Ligada íntimamente a la existencia misma de una entidad (sv), la noción de identidad apela a un “teoría metafísica de la individuación”, a una simple “copresencia” de la entidad en cuestión (sv) y la propiedad identitaria (x) que se le atribuye por medio de la cópula (=).

Según un antecesor del filósofo, el matemático alemán Gottlob Frege (1848—1925), en “sv = x”, las maneras de nombrar, “x, y, z…”, no conciernen a la entidad misma. Atribuir propiedades identitarias no “designa necesariamente un conocimiento propiamente dicho”. Define la manera según la cual un sujeto se expresa de la entidad en cuestión. Por ello, dos ecuaciones disímiles “sv = x” y “sv = y” no nos informan de lo que “es/=” El Salvador. En cambio, nos enteran, de las subjetividades que lo identifican en cuanto tal.

A ninguna de esas propiedades parciales (“x”, “y”) se aplicaría la máxima “son iguales los que se pueden sustituir mutuamente, dejando a salvo la verdad” (Leibniz). Para Frege, el sentido no es la referencia, por lo cual si “4 + 1” y “3 +2” poseen el mismo referente, “5”, son dos maneras de hablar de lo mismo. A nivel del sentido no son iguales (“=”). Como tampoco son idénticas las frases “estrella matutina” y “estrella vespertina”, aun si ambas refieran a “Venus”. La cuestión es si podemos seguir haciendo arte, literatura, antropología —cuestionar la identidad— ignorando los avances científicos que nos son contemporáneos.

Wittgenstein termina sus cartas con un aforisma radical. “Yours as long as there is such a thing as L. W.”, como si firmara este artículo concluyendo que “lo escribe el sujeto R. L. M. mientras exista”. Ante lo que no se puede discernir de manera clara —ante la identidad, “=”— hay que callar. El filósofo austriaco culmina su disertación con el silencio. Un simple gesto —levantar la mano— basta para mostrar que una entidad/identidad existe como la fórmula matemática que acabo de glosar, “sv = x”. Acaso esta mueca muda significa que el simple caminar de un(a) transeúnte en el centro de San Salvador merece una reflexión tan seria sobre la identidad nacional como la obra artística más depurada.

“RLM existe (E)” se escribe “E(x) . x = RLM”, fórmula en la cual “mi” existencia depende de la identificación con el apellido paterno-materno que me otorga tal derecho. Si en Wittgenstein está identificación de dos designaciones —“yo” y “RLM”; “Borges y yo”— permanece en silencio, hay que indagar otra lógica, la psico-lógica, para que esta escisión fundadora de lo humano surja con toda su fuerza.

Psicoanálisis e identidad

Freud distingue “dos actividades psíquicas: la identidad de percepción y la de pensamiento”. La primera busca equivalencias entre interior y exterior, la cual la mayoría de las veces logra su objetivo por medio de ficciones. Alucinaciones, fantasmas —censos, sondeos, encuestas— confirman que el mundo se ajusta a expectativas internas. Lo que somos ratifica proyectos políticos en curso. La identidad de pensamiento opera con el recuerdo, lo que actualmente se llamaría “política de la memoria”. Su trampa la revela “la búsqueda de lo idéntico” en un “objeto perdido”, pretérito. Me ciño a esta última identidad.

La indagación jamás alcanza su meta deseada, ya que inaugura una incesante repetición de “identidades ficticias”. La memoria genera múltiples sustituciones y transformaciones de lo abolido. En vez de restaurar la identidad original la reemplaza por una presencia ilusoria cuya réplica añade algo que la trastoca para siempre. Cada vez que evocamos un evento (1932), un personaje (poeta revolucionario, Salarrué), lo cambiamos. Añadimos algo del presente a lo pasado. Lo originario se amolda y extravía en la reiteración.

La repetición aniquila la situación primaria original. Su fórmula matemática no corresponde a “2 = 1 + 1”. Esta figuración supondría que el presente, la situación histórica siguiente (2), resulta de la simple adición de elementos semejantes. La fórmula se escribe «2 = 1’ + 1”», ya que lo segundo, tercero, etc. resulta de la sumatoria de situaciones distintas y cambiantes.

Por ejemplo, leer poesía revolucionaria y testimonio durante los ochenta, frente a un proceso guerrillero, no posee el mismo “valor de uso” que el hacerlo en la sociedad actual cuando la idea misma de revolución varía y casi nadie se aboca a su práctica. Lo mismo se diría de teorías teosóficas que inspiran la “fantasía” salarrueriana. Encaramos interpretaciones históricas, lecturas literarias múltiples, que suplen lo original, lo renuevan hasta dejarlo irreconocible. Sin profundizar la paradoja, verificamos el sentido de un legado desde su negación práctica y conceptual —posrevolucionaria, posteosófica, etc.— como si sólo el “objeto perdido”, la muerte, asegurase el sentido de una herencia.

Nombre-del-Padre

Ante ese doble dilema de la identidad —silencio de Wittgenstein y repetición infinita del psicoanálisis— hay que preguntarse cómo se realiza esa evidencia que enuncian políticos y literatos. “Esta es nuestra identidad”; “sv = x”. Quien formula equivalencias hace que el sentido de lo nacional se detenga en símbolos únicos. En esta fijación —establecimiento unívoco de “=”— entra en juego la razón política: “yo el supremo”. Se trata de un “yo trascendental” idéntico a sí mismo quien por movimiento reflexivo asegura la validez exclusiva de la ecuación.

A esta “egocracia” Lacan la denomina “Nombre-del-Padre”, instancia teórica suprema que sustituye el antiguo Edipo freudiano. La prohibición —positivamente la igualdad, “=”— significa identificación de la entidad con una identidad particular que la rebasa y engloba. Presupone una identificación de mi “yo” —disolución de mi ego inconciente— con ese sujeto trascendente el cual me valida como verdad histórica. En la escisión entre “Borges y yo”, la identidad del “yo” queda sometida a lo que socialmente se dice de “Borges”.

Si Wittgenstein la rechaza y augura el silencio, es porque diluye toda problemática de la identidad en la mística, en la poesía y en un Dios mudo que no deja lugar sino a “teologías negativas”. L. W. enuncia un límite extremo: silencio de un “yo personal” que reniega de toda identificación, de todo “Nombre del Padre” en aras de la objetividad. El santaneco José Valdés lo llamaría “el misterio del Silencio divino”.

Por su parte, el psicoanálisis nos incita a revelar contraseñas ocultas de un “Nombre-del-Padre” particular. Nuestra ferviente devoción lo convierte en pivote de identidad y de identificación única. En esta paralización de la igualdad lógica —entre la entidad (sv) y ciertos atributos identitarios (x, y, z…)— el sujeto privado (“RLM”; “Borges”) renuncia a toda libertad imaginaria y admite su sujeción simbólica a un principio trascendente público (“yo”) como única realidad que ampara su fragilidad personal y social. Ser sujeto es estar sujeto a ese “x” que define “mi” identidad, la verdad que aliena “mi” entidad.

Fuente: elfaro.net

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